jueves, 7 de septiembre de 2017

CienGrados (Poema)

Pues no hierven igual el agua y la sangre –a pesar que ambas comparten líquido estado: el proceso de la primera es ampliamente explicado en los dominios de la Física, mientras que el de la segunda, es en tándem extraído por el saber psicológico y estético. Sobre lo que concierne al agua, es poco lo que habría de añadir un bisoño más devoto al mundo fantasmal que al empírico, al de las meras entelequias que al de los fenómenos replicables, de modo que el cálculo cuantificacional del número de burbujas que emergen sobre su superficie o las leyendas efímeras que su vapor cuenta a los ojos le es materia más familiar que sus estados o el grado exacto de su ebullición; empero, en lo que atañe a la sangre, puede aún decir algo que quizá sólo se halle en saberes “reservados”, en presagios encuadernados, guardados por el polvo y el olvido.
Así pues, a la sangre le corresponden dos procesos bien distintos que explicarían su ebullición, y que en cierto sentido corren paralelos al del agua, aunque sin ser exactamente los mismos. En el primero de ellos, sería agente receptivo, pasivo, de los eventos que concurren conjuntamente y en tropel en el mundo físico: “el amor es atroz”, “el trabajo una válvula de escape necesaria”, “la religión una calamidad”, “el poder una mierda”… Alcanza múltiples formas en los hijos de los hombres cuya unificación en ocasiones es posible a través de la comprensión de la máxima del cómico latino: <<Homo sum; nihil humani a me alienum puto>>, por ejemplo; de sus efectos, nadie que no haya alcanzado la cúspide del estoicismo está exento, de modo que a sus pies viera la borrasca que sacude y barre la vida de toda criatura humana (mientras que la del animal, en “ligión” y armonía con nuestro “Paraíso Perdido”, transcurriría afablemente incluso en su concomitante aunque no sustancial drama: el miedo de la liebre a ser devorada por el menesteroso azor resplandecería en su inmediatez palpitante…). Su parentesco con el agua, meramente formal, el mundo físico; el saber que explicaría su ebullición, la Psicología; su “onticidad”, eminentemente reactiva; su polo, negativo; su “modo de estar”, a horcajadas entre lo que se ve y lo que no; su fuerza, plenipotenciaria… de no ser por la otra fuerza en virtud de la cual la sangre hierve.
Alcanza el fuego su punto más ígneo cuando la flama se torna azul, como si a sus confines celestiales estuviéseles reservado el color del espacio que Ícaro quiso alguna vez avasallar sin éxito, o el de las ignotas simas en donde mora el terrible Poseidón, surcadas por el insolente vuelo del primero: difícil decirlo cuando “el camino de arriba y el camino de abajo es uno y el mismo”, como indicaba (sin decir ni ocultar) el Oscuro de Éfeso; alcanza su delectación máxima cuando sorbe del hemático néctar que fluye por las humanas arterias: en éste sus labios y lengua se retraen y afanan cual si fuese el rito de la comunión, o la transustanciación del Espíritu sobre sus manos ahuecadas; “su” precipicio, en la fusión con el encarnado de la sangre: de allí el sobrenatural destello que inyecta las pupilas de sus escasos vástagos, nacidos de semejante cópula, y que tanto terror infunde sobre el resto de los hombres, que susceptibles de ser leídos por aquéllos como por arte de birlibirloque, buscan refugio donde saben que los otros encontrarán sospecha y aversión: la sociedad. Pues estos purpúreos retoños, hijos del fuego azul y la sangre roja, estas magníficas mónadas tan cerradas sobre sí mismas –y por ello perfectas geométricamente hablando, bañan su hora y su instante con lo hermoso de su melancolía y lo melancólico de su hermosura, en perfecta mímesis con su estrella protectora: la del Alba; convierten sin querer su interior en su exterior, a la vez que sólo saben sujetarse al exterior cuando éste deviene en su interior (aunque siempre y en todo caso como si de un “clavo caliente” se tratase); andan sin andar, pues su movimiento se apropia del mismo Tiempo, de modo que no esperan llegar a ningún lado; aman sin amar, pues amorosos son, al modo en que Sabines, su “Juan Bautista”, lo clamaba y declamaba; maldicen con tanta enjundia como bendicen con genuina piedad, y en cada uno de sus gestos ello se verifica; ebrios van por la vida, como barco: con vino, poesía o virtud saben emborracharse, pero también con el aire que insufla sus pulmones de ballena adolorida, de constelación enlutada, de incipiente blasfemia, de ademán caduco; la soledad es su casa y territorio por el que entran y salen a placer, y por ello la hospitalidad que prodigan es generosa y sagrada; los límites del lenguaje, de cualquier lenguaje, de lo único que saben hablar; las alegorías, metáforas, metonimias, y los tropos retóricos en general, su “pan de cada día”; el subjuntivo es su prisión, el indicativo su horca… Todos ellos provienen de fragua, mas no de molde…
Saben que la Sal que ha de condimentar su vida se debe extraer de sus lágrimas, pero que a su vez las lágrimas se han de tomar de los veneros de la Alegría y la Tristeza con igual proporción; oscilan entre la locura y la lucidez con igual osadía: todos ellos deliran; el incendio que los mantiene medio erguidos, su imperativo categórico…
En medio del corro formado por las nueve hijas de Mnemósine y Zeus, rinden silenciosa pleitesía a todo lo que es y a todo lo que no…
Cavan con sus propias manos su misma fosa durante su “tiempo libre” (ignoran lo que esto último signifique)…
Tartamudean mucho, duermen poco, se muerden el pulgar con obsesión…
Suspiran como galeote, se disfrazan como Califa…
Ríen como imbéciles…
Follan como dioses…
Son amorales…
No les interesa el arte, pero sí lo artístico en general: por ello ven con entusiasmo al que ha hecho de su vida arte y de su arte vida, sea carnicero o sacerdote, mientras con sorna al escindido, por parecerle hipócrita… No conocen mucho del odio, y cuando eso, lo supeditan al amor… Quisieran todo el tiempo volver a su origen, mas se topan con pared al vislumbrar su dicotómica natura…
Viven, grosso modo, con el activo hervor que un fuego azulado pega a su extravagante torrente de hombre.
Yo lo sé porque los he visto.

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