miércoles, 7 de febrero de 2024

Poema.

EFEMÉRIDES.

En un día como hoy, hace unos 2600 años,
cayó Tales de Mileto a un pozo mientras escrutaba
el mapa del cielo, 
provocando la risa de una tracia,
mientras que tú, que lees esto en tu celular
yendo en la pendeja,
estás a punto
de caer en una coladera sin tapa.
Ponte verga.




Pero estas coces contra el tórax desde dentro,
la alharaca estrepitosa de una muchedumbre en la estrecha cavidad craneal,
los intestinos fuertemente entrelazados en bacanal ofídica,
el péndulo entre el ora sucumbir en carcajadas, ora en místico llorar…
La plúmbea certeza de este desamparo irremediable,
de esta tonelada pétrea o índice inclemente de un dios que cual niño hunde
sobre nuestras espaldas haciéndonos crujir… ¿Cómo lo alivias?
¿Cómo, a no ser sino sembrándote una bala
hasta la sima del precipicio,
o con algo de alcohol y adormidera –quizá entre más inmunda mejor,
o bien sobre la albura de unos cuantos folios
y los azules Nilos de tinta de tus antebrazos para hartarlos?
O tal vez unas pocas páginas llenas de talento y sedición,
de hombres que “guiados”, por así decir,
se hermanaron con los astros, y cuya escalinata fue cimentada
con su rotundo desprecio a lo pequeño:
como acaso nunca los vuelva a ver el mundo…
¿Quién querría un obeso tratado metafísico, una ontología
del pelele siglo XX, habiendo exempli gratia, “Proverbios del Infierno”?
¿Y cómo a su vez abandonar este infierno a medida y de alta costura
sin haber pasado por “El Paraíso perdido”?
Maldita sea, daría el alma a cambio de la sandalia de Empédocles
regurgitada por el sardónico Etna,
O la retahíla de imprecaciones vomitadas por el pozo
en cuyo lecho yacía contrahecho y deshecho Tales
mientras –se dice-, leía el oscuro mapa estelar sobre su testa.
La pregunta acerca del libro que te llevarías a una isla desierta
es de parvulario; antes bien un símbolo oriental
tatuado en el dorso o los genitales. Antes bien una enfermedad letal.

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Recuerdo, de mis años mozos, cuando el amor en mí
palpitaba como estío salvaje y primitivo,
a una mujer cuyos dedos de los pies
tenían nombres de ciudades:
Milán Tokio París Lima Los Ángeles;
recuerdo su hálito a fresas de Irapuato,
sus ademanes algo almidonados
y su triste devoción a dios…
Imaginaba su pubis como Ciudad del cabo:
meridional pululante y torrencial;
también las palabras que la verja de su vigilia
contenía cual perros
pero que mascullaba mientras dormía,
traicionada por lo que llaman “subconsciente”:
“lamer morder folgar”.
Recuerdo la correa alrededor de mi cuello
y con la cual manipulaba la dialéctica del
“ven-aléjate”; y a mí lamiéndola
y es el caso que no me arrepiento:
el fosforescente de sus uñas tirando de sus faldas rayadas
hacia abajo de sus pantorrillas,
su pupila vertical agazapada tras sus negras y luengas pestañas,
y la constante violación del segundo mandamiento mosaico
a cada tercera palabra que decía,
cada filigrana de su polar y simétrica sonrisa
cada efluvio de su parpadear, acompañado de cristalería rota
y suspiros al inconmensurable vacío…
Recuerdo, y es como limón sobre mi alma molusca:
como otros recuerdos que febriles se agitan dormidos
bajo la sábana de la insignificancia y la colcha del olvido,

Y vuelvo a amar a esa muchacha.

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Esta tarde de febrero que como puta de Babilonia cae
sobre nuestro pecho adolorido y ceniciento;
este mes de febrero como espada de Damocles,
este minuto amargo, y sus segundos cual fósforos raspados:
y el no saber qué hacer de uno mismo
sino acaso mastique blando en las manos ociosas de Dios.
Recuerdo recordar que recordaba un día 
este día, este mismo día de Rembrandt
hecho de luces y sombras y preguntas como caballos
espantados y febriles. Este habitar pecera
o cuerpo de cristal y vampírico despertar…