A León Guanajuato.
A sus mujeres… es decir,
a Óluba. A Karen. Y sobre todo,
a su Luz.
No sabía del silencio sideral en el Bajío leonés: aquí cada gota de lluvia es perfectamente diferenciable una de otra. Y cada suceso adquiere propia forma y consistencia (apurándome, diría “personalidad”), de modo que la percusión pluvial no es igual a su discurrir ya en tierra, o el siseo del viento en carambola contra las copas de los árboles y su prodigioso “castañear de dientes”; tampoco el eléctrico aullido de perro que de parte a parte lo atraviesa…
A sus mujeres… es decir,
a Óluba. A Karen. Y sobre todo,
a su Luz.
No sabía del silencio sideral en el Bajío leonés: aquí cada gota de lluvia es perfectamente diferenciable una de otra. Y cada suceso adquiere propia forma y consistencia (apurándome, diría “personalidad”), de modo que la percusión pluvial no es igual a su discurrir ya en tierra, o el siseo del viento en carambola contra las copas de los árboles y su prodigioso “castañear de dientes”; tampoco el eléctrico aullido de perro que de parte a parte lo atraviesa…
Aquí en el Bajío parece incluso sentirse, a poco de atender
y concentrarse en ello, hasta la rotación planetaria y la serena respiración
bajo la camisa negra del universo que, aunque dormido, no por ello menos vivo…
¿Cómo puede un ciudad, que en esencia es bullicio, ser tan fácilmente deglutida, apisonada y consumida por el hálito plutónico de la inconmensurable bóveda celeste que cual errabundo osario, definitivo vaticinio, o la espada de Damocles sobre ella se cierne? ¿Cómo puede la ciudad de León y sus cientos de miles de habitantes abandonarse a tan profundo sueño cuando parecen ser al mismo tiempo el eje y polea de todos los tácitos cataclismos cósmicos sin apenas hacer más aspaviento del que haría el recién nacido cuando en las simas de su prístina subconciencia es dulcemente adosado contra el seno en vela de una madre primeriza?
Lo que aquí ocurre es a la par insólito e increíble, y rechaza por linaje, osadía o derecho propio réplica o parangón con los estrepitosos eructos de cualquier otra ciudad tambaleante y ebria de espectaculares, desniveles y kilómetros por hora cuyas escleróticas arterias y avenidas principales conducen tan sólo a los anhelantes jadeos de la enfermedad terminal o del más perfecto desvarío…
¡Y ufanarse encima, en su cantinesco folklore, de que aquí, “la vida no vale nada”, cuando su “yo” quiere decir: el filtro a través del cual se purifican o contaminan de una forma bastante específica los efluvios del Ser!
¿Cómo puede un ciudad, que en esencia es bullicio, ser tan fácilmente deglutida, apisonada y consumida por el hálito plutónico de la inconmensurable bóveda celeste que cual errabundo osario, definitivo vaticinio, o la espada de Damocles sobre ella se cierne? ¿Cómo puede la ciudad de León y sus cientos de miles de habitantes abandonarse a tan profundo sueño cuando parecen ser al mismo tiempo el eje y polea de todos los tácitos cataclismos cósmicos sin apenas hacer más aspaviento del que haría el recién nacido cuando en las simas de su prístina subconciencia es dulcemente adosado contra el seno en vela de una madre primeriza?
Lo que aquí ocurre es a la par insólito e increíble, y rechaza por linaje, osadía o derecho propio réplica o parangón con los estrepitosos eructos de cualquier otra ciudad tambaleante y ebria de espectaculares, desniveles y kilómetros por hora cuyas escleróticas arterias y avenidas principales conducen tan sólo a los anhelantes jadeos de la enfermedad terminal o del más perfecto desvarío…
¡Y ufanarse encima, en su cantinesco folklore, de que aquí, “la vida no vale nada”, cuando su “yo” quiere decir: el filtro a través del cual se purifican o contaminan de una forma bastante específica los efluvios del Ser!
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