A los que he ofendido, ¡y a los que me faltan!
Sólo se logra salir indemne de las
injurias ajenas por mor de haberse infligido antes las propias: cuando ofensor
y ofendido son de la misma carne –o bien, cuando el agente activo no es sino
Fortuna: se observa entonces que orgullo y susceptibilidad menguan parejamente,
sin probable menoscabo del amor propio, cosa que no sucede en quienes a sí
mismos no se hubieren antes lastimado o reconocido como agentes de su propio
mal, que al caso es lo mismo; gentes bien proclives a la ofensa ajena y al
concomitante orgullo herido, incluso por la más banal nimiedad, pues reconocen
e identifican con aquél último el amor propio, y por tanto padecen intestinos
rencores con mayor ímpetu que los otros en caso de no desquitar oportunamente
el agravio recibido; en caso contrario, subliman su venganza mediante exagerada
e innecesaria crueldad; y si por trivialidades y asuntos baladíes se dan tan
prontamente ofendidos, bien puede decirse de su coraza emocional que es bien
enclenque (en caso de haberla), cual cascarón de huevo, que al primer contacto
brusco vacía su parte más estimable, y bien pensado la alegoría da suficiente
de sí para justipreciarlas como gente inmadura de psique y emociones, pero
también del contacto con parte que más atañe: llamémosle “sí mismo” (a fin de destejerla
por completo del “yo”, del “sujeto”, de la “conciencia”, de la “interioridad” o
“subjetividad”, habríamos de quitarle a nuestro “sí mismo” el “mismo” y dejarlo
sólo en “sí”, cuando no llevarlo hasta un “sí-no”, desnudándolo en su dualidad
complementaria e incluso llevarlo a sus más dialécticos extremos… Nuestro
“sí-no” apuntaría indefectiblemente entonces al Sino griego, como lo más propio
y ajeno a la vez, y con ello daríamos el tan añorado salto a la Otredad, sin
salirnos de nosotros mismos)…
En cuanto a nuestro primer tipo,
decíamos que ostenta una patente desvinculación de su amor propio respecto al
orgullo y la acendrada susceptibilidad de un Heathcliff en virtud de los cuales
éste es herido. ¿Cómo es posible semejante cosa en un mundo que nos hace creer
precisamente lo contrario, que hipervalora al orgullo hasta el superlativo
grado de la virtud; que a toda costa y medios fomenta la autoidolatría; que el
ego de sus criaturas erguidas y cabialtas lo ha inflado con astuta pericia
hasta alcanzar su propio tamaño? Diríamos antes “cultura” –en caso de no querer
incurrir en un estúpido antropocentrismo en detrimento de los demás bellos
seres con quienes compartimos “mundo”- : el más refinado producto del Homo
Faber, que tan innegable y eficientemente lo sesgó del reino animal para
colocarlo en variable número de casos en el bestial: la evolucionada mano que
antaño blandiese la espada en busca de Gloria propia y extraña, que fuera usada
para bendecir y persignarse en comunión con sus semejantes y el Creador del
Todo –irónicamente fenecido por cornejas kafkianas- , que manejase con garbo y
habilidad de sobra ora pincel, martillo o pluma y legase al género humano sus
más bellas obras – y en virtud de las cuales la palabra “cultura” adquiere su
significado más áureo, confundido en los tiempo que corren con la más grosera
chatarra-… Esa misma mano del simio por antonomasia maneja con singular pericia
el maldito aparato celular que no le va a la zaga en inteligencia, pues
“teléfono inteligente” lo llama, y con el mismo no para de hacerse “selfies”:
capturas de imagen de sí que ipso facto o la postre tergiversa a fin de halagar
su vanidad: la era del progreso en su más puro estado…
Pero cojamos nuevamente el cabo de
nuestra pregunta inicial: ¿es posible el divorcio de orgullo y amor propio? No
podría asegurar que tal cosa menguase al orgullo, pero sí que medra el amor
propio, porque, ¿hay tribunal más acérrimo y terrible que aquél en que acusado,
juez, fiscal, defensor, testigos y jurado sean uno y lo mismo como no sea el
“sí mismo” de cada cual? Creo que ni siquiera el presidido por Minos,
Radamantis y Éaco… Incluso cuando los más sepan sustraerse habilidosamente a
los exhortos, exigencias y demandas de dicho tribunal y se sirvan de ellos para
asearse el orto, viviendo perennemente cual fugitivos de sí, abandonándose a una sociedad que como fiel amante los recibe
siempre con los brazos abiertos…
No nos confundamos: en este Tribunal-Condición de emergencia del
amor propio no debe advertirse esquizofrenia o trastorno de personalidad
múltiple alguno –por más que el autor de estas líneas se tenga por “loco”, al
menos a modo unamunista o platónico, y también se fíe más del alienado que del
alienista-, si tomamos en cuenta lo que un peón de ajedrez es por lo que es: no
hecho de este o aquel material, de tal tamaño o color o textura, sino cuáles
sus funciones dentro del juego, en concordancia con Wittgenstein; luego
entonces, aquí se trata de funciones intelectivas que unas veces indiciarán,
sopesarán, corroborarán o desmentirán, emitirán veredicto, defenderán y
apelarán a lo único que hace al caso: uno mismo (y diverso, según se ve). ¿Qué
puñetas pinta aquí el orgullo y su dáimon, la susceptibilidad? El ujier del
recinto los dejará plañendo en la escalinata; el Ego, psicopatología la más
moderna, será huésped y no anfitrión en el proceso del “sí mismo”, y le será
permitida la asistencia a riesgo propio: allí enrojecerá de vergüenza y muerto
será en el acto (de hecho, será el único ejecutado a resueltas…).
¿Será que el Amor… el amor propio
surja así como así del someterse uno al Tribunal de su conciencia? Aquí hay de
nuevo qué discriminar… que dicha imagen, de puro relamida, nos impele a
identificarnos con conciencia y nada más que conciencia, cuando al sentarnos en
un momento de introspección y quietud en el banquillo de los acusados, al
desnudo y sin tapujos, no somos conciencia –por más que estemos siendo
conscientes-, aunque la tramoya sugiera lo contrario… ¿Qué somos en ese
momento, lector audaz? ¿Qué eres tú en el oportuno momento en que de grado o
por fuerza depones el lastre del orgullo, el ego, tu susceptibilidad y demás
trapacerías y champurrados de los que no te es lícito echar mano, una vez
colocas allí las posaderas?
“Expósitos” me acude en primer
lugar, con inclemente insistencia…
* * *
Fue usanza de tiempos pretéritos el abandono de recién nacidos a escalas que
fluctuaban según la sociedad en que esto ocurría, según permiten juzgar las
instituciones que fueron creadas a fin de amparar al indefenso (que por sí
mismo no se podía valer, y asegurarse la subsistencia): en la India védica era práctica corriente; en
la sociedad griega íbase más allá, frisando ya el infanticidio (Edipo,
verbigracia, supera los lindes literarios, o bien “encarna” una práctica social
muy bien estipulada); en la romana fueron creadas las primeras instituciones
traducidas en Derecho, dado que al paterfamilias
le reconocía, como agregatum de la potestas patria, el ius exponendi, es decir, el derecho de sacar fuera de la casa al
hijo no deseado, y dejarlo allí para que pereciese o bien fuera recogido por
quien se interesase; con el advenimiento del cristianismo (no de Cristo) se
suaviza esta dramática realidad creando inclusas o casas de expósitos
encargadas de amparar a las criaturas e identidad de los progenitores mediante
un discreto torno en que aquéllas eran depositadas previo llamado de una
campanilla; en la legislación española de 1921 se reconoce el derecho de
cambiarse, muto proprio, el apellido “Expósito” que era frecuente endilgar al
abandonado en las instituciones por otro que lo librase del escarnio social;
también en Italia, de lengua romance, se echó mano de idéntico expediente con
apellidos tales como Sposito, Esposto, Esposti, Degli-Esposti… En la literatura
hállase bonita ilustración de lo que digo en la historia de Jean-Baptiste
Grenouille, magistralmente contada por Süskind en su Das Pärfum…
Causas y motivos de esto nos son
tanto extrañas cuanto ajenas; empero, bien puede intuirse que un buen número de
abandonos se efectuaron a fin de preservar el honor de las madres, y que no se
hiciese de ellas pasto del oprobio: honor y orgullo en mancuerna, pues…
De dicha voz latina la etimología
nos dice que pertenece a la familia de palabras derivadas del verbo ponere, poner, de modo que ex-ponere es “poner fuera” (de la casa
paterna); el “ex positus” era, por
ende, el que era puesto fuera, esto es, el
expuesto…
El “sí mismo” se expone ante sí “dentro
de sí”…. Tratemos de abatir esta aparente anfibología.
De los entes que tenemos alguna
noticia cierta, es el “sí mismo” único capaz de diversificarse mediante un
movimiento retroactivo conducente a un espacio que le pertenece en el más
amplio sentido, llamado de distinta guisa en la historia de la filosofía: ora
conciencia, ora interioridad, ora subjetividad, ora res cogitans, por mencionar unos cuantos… Este espacio (y tiempo), yuxtapuesto al otro ocupado por su
materia física y la del resto de los entes con quienes comparte universo, es el
genuino en que acontece su “estado de yecto” [en el Heidegger ‘existencialista’
no parece reconocerse esto, ya que “existir” (de “sistere”, estar, y el prefijo “ex”,
fuera) supone un “fuera”, acaso de sí (lo contrario al “ensimismamiento” en que
el “sí mismo” se hace presente a sí): de allí la dualidad inherente del Dasein, en tanto “ser en el mundo”; el
ente del que aquí se trata y el “yecto” en que su esencialidad se posa no
compete a un “fuera”, si bien dicho “fuera” tampoco es negado.. El que su
existencia preceda a su esencia aquí poco importa, al tratarse aquí más bien de
lo último); arrójase a sí dentro de sí, a fin de exponerse ante la pluralidad
de que está compuesto, impelido quizá por el Corazón, que le reclama “cuita” y “cura”
(“el corazón se preocupa, la cabeza se ocupa”, podríamos decir, pervirtiendo un
tanto los acentos del filósofo Ortega…)…
El “sí mismo” puede “escuchar” sin palabras (corazón), más para entenderlo,
ha menester de ellas (cabeza), contando en tal empresa con la diversificación
que de sí hace en caso de no ser inexorable, pues allí acuden, como decíamos,
una pléyade de gentes, que lo acusarán, defenderán, promoverán conciliábulo
para sopesar pruebas a favor y en contra, testificarán y exculparán o defenderán
según el caso… En virtud de este proceso interno podemos presumir del “sí mismo”
que es el único ente (constatable) capaz de alcanzar cierto grado de
conocimiento de sí… El “sí mismo” es el ente capaz de conocerse a sí mismo, sin
máscaras (más propias de carnestolendas o sociedad…)...
¿Pero se conoce lo que se ama, o
se ama lo que se conoce?, como bien apuntalaba Unamuno... ¿Precede el Amor al
Conocimiento, o es más bien resultado de éste? E igual que Unamuno, no lo sé de
cierto… ¿Tú qué piensas, lector amante de las vitales dicotomías… qué camino
eliges?
Un “sí mismo” quien sea, que
experimenta este tipo de Amor, experimenta a su vez algún nivel de repulsión
respecto al orgullo, máxime cuando el amor a sí viene a resueltas del conocimiento;
cuando ha atravesado numerosos procesos internos que no lo han matado, pero que
lo han hecho más fuerte, y se dice a sí mismo “sé quién soy”; en él,
sensibilidad y susceptibilidad son dos estancos separados… Su acerada armadura
no le impide saberse frágil, mas en su Hacer le va el Ser… En la “expositio” de sí le va no el abandono,
sino su ganancia: elemento diferenciador del auténtico abandono, cuyos síntomas
son el desmesurado orgullo y la susceptibilidad hipertrófica de que hablábamos
al principio.
Epílogo
La enfermedad moral del filósofo
contemporáneo se llama dogmatismo; si bien éste ha existido desde los albores
mismos de la filosofía, nunca su virulencia fue mayor que en nuestro “ahora”:
por tal motivo me concedí la libertad de tratar tópicos tan trillados, cuyas
respuestas son divisa corriente y generalizada, como si fueran enteramente
nuevos, a fin de sustraerme de tal peste. Creo haber fracasado en el intento…