https://aeon.co/essays/having-children-is-not-life-affirming-its-immoral?fbclid=IwAR2XmuURiDGpX5_qcCVGNrfcNo5qfHlaoigelIn_GDMVwNRxNnteK4cW_tI
Tener niños no es
“afirmación de la vida”: es inmoral.
¿Niños? Mejor di “No”.
No te tienen que desagradar para ver los daños hechos al
tenerlos.
Una problemática moral contra la procreación.
Por David Benatar[i].
Traducción, Philippe O. Lanada.
En 2006, publiqué un libro llamado “Mejor nunca haber llegado a ser”.
Argumentaba que venir a la existencia supone siempre un daño serio. La gente no
debería, bajo ninguna circunstancia, procrear: posición llamada
“antinatalismo”. En respuesta, los lectores escribieron cartas de
encarecimiento, apoyo, y desde luego, indignación. Pero también recibí este
mensaje, el cual es la más punzante retroalimentación que he recibido:
“He sufrido horriblemente desde que era adolescente debido al tremendo bullying
en la escuela, dejándome profundamente traumado, al punto que hube de
abandonarla. Desgraciadamente, también tengo un aspecto horrible, y he sido
juzgado, escarnecido, insultado, por ser “bastante feo”, incluso por uno que
otro desconocido en la calle, lo cual sucede normalmente casi a diario. Me han
dicho que soy la persona más fea que han visto. Es algo con lo que es muy
difícil lidiar. Luego, para colmo, fui diagnosticado con una seria cardiopatía
congénita cuando tenía sólo 18, y ahora a mis pocos veintes, padezco una grave falla
cardiaca y una arritmia dañina que amenazan con matarme. Mi corazón ha estado a
punto de pararse repetidas veces y me las tengo que ver con el miedo a una
muerte repentina cada día de mi existencia. Me paraliza el miedo a la muerte, y
la agonía y tormento de su inminencia es indescriptible. No me queda mucho
tiempo y lo inevitable sobrevendrá pronto. Mi vida ha sido un verdadero
infierno y ni siquiera sé ya qué pensar. Ciertamente, sentenciar a alguien a un
mundo tal es el peor de todos los crímenes, y una violación moral grave. Si no
fuera por el deseo egoísta de mis padres, no estaría hoy aquí sufriendo lo que sufro sin razón
alguna: podría haberme quedado esparcido en la paz absoluta de la
“no-existencia”, pero estoy aquí viviendo esta tortura cotidiana”.
No se necesita ser “antinatalista” para conmoverse con estas palabras (las cuales son citadas con autorización).
Alguien podría sentirse inclinado a decir que la situación de quien me escribe
es excepcional, la cual no debería conducirnos al antinatalismo. Sin embargo,
el sufrimiento grave no es un fenómeno raro, y por ende, el antinatalismo es un
punto de vista que, al menos, debería ser tomado seriamente y considerado con
mente abierta.
La idea del antinatalismo no es nueva: ya en el “Edipo en Colono” de Sófocles,
el coro declara que “no haber nacido es, lejos de toda consideración, lo
mejor”. Una idea similar se encuentra en el Eclesiastés. En Oriente, tanto
Hinduismo como Budismo tienen una visión negativa de la existencia (incluso si
no tan a menudo llegan al extremo de oponerse a la procreación). Varios
pensadores de tiempo ha también han reconocido cuán penetrante es el
sufrimiento, lo que los ha explícitamente llevado a oponerse a la procreación:
Schopenhauer podría ser el más famoso, pero otros incluyen a Peter Wessel
Zapffe, Emil Cioran y Hermann Vetter.
El antinatalismo será sólo siempre una opinión minoritaria porque se opone al
profundo instinto de tener hijos. Empero, es precisamente porque se yergue ante
semejante antípoda que la gente dedicada al pensamiento debería detenerse y
reflexionar en vez de rápidamente desecharlo por descabellado o malvado. No es
nada de ello. Por supuesto que distorsiones de él, o intentos por imponerlo a
la fuerza, bien que podrían ser peligrosos –aunque lo mismo es cierto para
otros puntos de vista. Correctamente entendido, no es el antinatalismo, sino su
opuesto, la idea peligrosa. Dada la suma de desgracia existente –concomitante
al hecho de ser traído a la existencia-, sería mejor si no hubiese esa
insoportable ligereza en “traer al ser”.
Pero incluso si la vida no consiste sólo en sufrimiento, llegar a la existencia
puede todavía ser suficientemente dañino como para hacer mala la procreación.
La vida es simplemente mucho peor de lo que mucha gente cree, y hay poderosos
instintos que la afirman incluso cuando ésta es terrible. La gente podría estar
viviendo vidas que siquiera eran valiosas de comenzar, sin percatarse que este
fuera el caso.
La insinuación de que la vida es peor de lo que la mayoría de la gente cree es
a menudo recibida con indignación. ¡Cómo puedo atreverme a decirles cuán pobre
es la calidad de su vida! ¿Seguro que dicha calidad es tan buena como les
parece? Dicho de otra forma, si su vida se siente como si tuviera más bien que
mal, ¿cómo podrían en modo alguno estar equivocados?
Es curioso que la misma lógica sea raramente aplicada a aquellos que están
deprimidos o a los suicidas. En este caso, la mayoría de los optimistas se
orillan a pensar que las evaluaciones subjetivas pueden ser erróneas. Empero,
si la calidad de vida puede ser subestimada, también puede estar sobreestimada.
En efecto, a menos que uno supere la distinción entre lo mucho de bien y mal
que una vida de hecho contiene y
cuánto de cada cual alguien cree que
contiene, se hace claro que la gente puede estar equivocada en cuanto a esto
último. Tanto sobreestimación como subestimación de la calidad de vida son
posibles, pero la evidencia empírica contra varios sesgos cognitivos,
especialmente contra el sesgo optimista, sugiere que la sobreestimación es el
yerro más común.
Considerando las cosas cuidadosamente, es obvio que debe haber más mal que
bien. Y es así porque hay asimetrías empíricas entre las cosas buenas y malas. Los
más terribles dolores, por ejemplo, son peores que buenos los mejores placeres.
Si lo dudan, pregúntense –honestamente- si aceptarían un minuto de las peores
torturas a cambio de un minuto o dos de las más grandes delicias. Y los dolores
tienden a durar más que los placeres. Compárese la naturaleza fugaz de los
placeres del gusto o sexual con el carácter duradero de un gran dolor. Hay
padecimientos crónicos, de la espalda baja o articulaciones, por ejemplo, pero
no hay tal cosa como placeres crónicos (una sensación duradera de satisfacción
es posible, pero también lo es una de insatisfacción; ergo, la comparación no
favorece la preponderancia de lo bueno).
Una lesión ocurre rápidamente, la recuperación es lenta. Un émbolo o proyectil
puede derribarte en un instante –si no te matan, la recuperación será larga. El
aprendizaje lleva toda una vida, pero puede ser borrado en un momento. La
destrucción es más fácil que la construcción.
Tratándose de la satisfacción de los deseos, también las cosas se apilan ante
nosotros. Muchos deseos nunca son satisfechos, y cuando lo son, es a menudo
tras un largo periodo de insatisfacción. Tampoco la satisfacción dura, pues la
satisfacción de un deseo lleva a un nuevo deseo –el cual necesita en sí mismo
ser satisfecho en un momento futuro. Cuando se pueden cumplimentar los más
básicos deseos de uno mismo, tales como el hambre, con cierta regularidad,
deseos de más alto nivel surgen. Hay una noria y una escalera eléctrica de
deseos.
En otras palabras, la vida es un estado de esfuerzo continuo. Tenemos que
invertir esfuerzo para sustraernos al displacer –por ejemplo, evitar el dolor,
calmar la sed, minimizar la frustración. En la ausencia de esfuerzo, el
displacer sobreviene fácilmente, pues tal es el estado prístino.
Cuando las vidas prosiguen su curso así como prácticamente pueden proseguirlo, son mucho peores de lo que idealmente serían. Por ejemplo,
conocimiento y entendimiento son cosas buenas. Pero los más cultivados y
perspicaces entre nosotros saben y entienden excesivamente menos de lo que hay
que saber y entender. Entonces, nuevamente, lo hacemos mal. Si la longevidad
(en buen estado de salud) es cosa buena,
entonces, una vez más, nuestra condición es mucho peor de lo que idealmente
podría ser. Una vida longeva de 90 años está mucho más cerca de los 10 o 20
años de lo que lo está una de 10,000 o
20,000. Lo real (casi) siempre queda corto a lo ideal.
Los optimistas responden a estas observaciones con rostro valiente: arguyen que
aunque ciertamente la vida contiene mucho de malo, las cosas malas son
necesarias (de un modo u otro) para las cosas buenas. Sin dolor, no evitaríamos
el daño físico; sin hambre, la comida no satisfaría; sin esfuerzo, no habría
logro.
Pero la abundancia de cosas malas es claramente gratuita. ¿Es realmente
necesario que los niños nazcan con anormalidades congénitas, que miles de
personas sucumban a la inanición todos los días, y que el enfermo terminal
padezca sus agonías? ¿Necesitamos realmente sufrir dolor para disfrutar placer?
Incluso si alguien piensa que se necesita el mal, acaso para mejor apreciar el
bien, uno debe admitir que sería mejor si ese no fuera el caso. Es decir, la
vida fuera mejor si pudiésemos tener bien sin mal. De este modo, nuestras vidas
son mucho peores de lo que podrían ser. De nuevo, lo real es mucho peor que lo
ideal.
Otra réplica optimista es sugerir que estoy planteando un estándar imposible.
Según esta objeción es poco razonable sostener que nuestros logros
intelectuales o esperanza de vida deban ser juzgados por estándares humanamente
imposibles. Las vidas humanas deben ser ponderadas por estándares humanos,
podrían argüir.
El problema es que este argumento confunde la cuestión de “¿Cuán buena una vida
puede un ser humano razonablemente esperar?, con esta otra: “¿Qué tan buena es
la vida humana?”. Es perfectamente razonable echar mano de estándares humanos
para responder a la primera. Sin embargo, si nos interesa la segunda cuestión,
no podemos responderla simplemente señalando que la vida humana es tan buena
como es, lo cual es lo que el uso de estándares humanos implica (una analogía:
dado que la esperanza de vida de un ratón en su ambiente natural es menos de un
año, a un ratón de dos o tres años podría estarle yendo realmente bien –pero
sólo a este ratón. No se sigue que a los ratones les vaya bien en dicho estándar
de longevidad. Los ratones están, en este sentido, en peor situación que los humanos,
como los humanos lo están respecto a las ballenas boreales).
Dado todo lo anterior, es difícil escapar a la conclusión que todas las vidas
contienen más mal que bien, y que están más privadas de bien del que contienen.
Empero, tal es la afirmación de la vida, que mucha gente no puede reconocer
esto.
Una importante explicación para ello es que al deliberar sobre si sus vidas
fueron dignas de haberse empezado, mucha gente de hecho (aunque típicamente de
modo inconsciente) considera una cuestión distinta, a saber, si sus vidas son
dignas de continuarse. Porque se imaginan a sí mismos no existiendo, su reflexión
en la no existencia es con referencia a un yo que ya existe. Es entonces muy
fácil deslizarse en la consideración de la pérdida de ese “yo”, que equivale a
lo que es la muerte. Y dado el instinto vital, no es sorprendente que la gente
llegue a la conclusión que la existencia es preferible.
Preguntar si sería mejor nunca haber existido no es lo mismo que preguntar si
sería mejor morir. No hay interés en llegar a la existencia. Más lo hay, una
vez uno existe, en no cesar de existir. Hay casos trágicos en el que el interés
en continuar existiendo es suprimido, a menudo para poner fin a un insoportable
sufrimiento. Sin embargo, si dijésemos que la vida de alguien no es digna de
continuar, las cosas malas de la vida necesitarían ciertamente ser suficientemente
malas para anular el interés en no morir. En contraste, porque no hay interés
en venir a la existencia, tampoco lo hay en que las cosas malas necesiten
suprimir, al punto en que digamos que sería mejor no crear la vida. Entonces,
la calidad de una vida debe ser peor para que una vida no sea digna de ser
continuada de lo que necesita ser para que no sea digna de ser comenzada (Este
tipo de fenómeno no es extraño: una obra en el teatro, por ejemplo, puede no
ser suficientemente mala como para irse, pero si supieras por adelantado que
sería tan mala como es, no habrías asistido por principio de cuentas).
La diferencia entre una vida que no es digna de empezarse y otra que no es
digna de continuarse parcialmente explica por qué el antinatalismo no implica suicidio
o asesinato. Puede ser el caso que la vida de alguien no fuera digna de
comenzarse sin ser el caso de que esta misma vida no fuera digna de
continuarse. Si la calidad de vida de alguien no es suficientemente mala como
para anular el interés en no morir, entonces su vida es aún digna de
continuarse, aunque los presentes y futuros daños son suficientes para que sea
el caso que dicha vida no fuera digna de haberse comenzado. Además, dado que la
muerte es mala, aun cuando haga cesar todas las cosas malas anteriormente
consideradas, es una consideración contra la procreación – así como contra el
asesinato y suicidio.
Hay razones adicionales por las que un antinatalista debería oponerse al
asesinato. Una de éstas es que una persona no debería forzar en otra (competente)
la decisión de si la vida de esta última ha cesado de ser digna de continuarse.
Porque nadie puede tener la certeza sobre este asunto, tal decisión debería, en
la medida de lo posible, ser tomada y llevarse a cabo por la persona que bien
viviría o moriría en consecuencia.
La confusión entre comenzar una vida y continuarla no es el único modo en que
la afirmación de la Vida obnubila la habilidad de la gente para ver que aquélla
contiene más mal que bien. Tener niños es visto como una de las más profundas y
satisfactorias experiencias que se pueden tener –aunque arduo trabajo, desde
luego. Muchos lo hacen, por razones biológicas, culturales, o por amor. Dado
cuán gratificante y ampliamente extendida es la procreación, es realmente
difícil que la gente la vea como algo equívoco.
La problemática moral contra la procreación, a favor del cual he estado
argumentando, no necesita descansar en el punto de vista de que venir a la
existencia es peor que nunca haber existido. Basta mostrar que el riesgo de un
daño serio es alto.
Si crees como mucha gente que la muerte es un daño serio, entonces el riesgo de
sufrir semejante calamidad es cien por ciento seguro. La muerte es el destino
de todo aquél que llega a la existencia. Cuando concibes un hijo, es sólo
cuestión de tiempo para que la última calamidad caiga sobre él. A mucha gente,
al menos en tiempos y lugares en que la tasa de mortalidad infantil es baja, se
les ahorra atestiguar esta terrible consecuencia de su reproducción: esto podría
aislarlos del horror, pero deberían saber, sin embargo, que todo nacimiento es
sólo una muerte en potencia.
Algunos desearían seguir a los epicúreos y negar que la muerte sea per sé algo malo. Empero, incluso descontando la
muerte en sí –no poca hazaña-, hay un amplio rango de terribles destinos que
pueden caer sobre cualquier niño traído a la existencia: inanición, violación,
abuso, asalto, enfermedades mentales graves, enfermedades infecciosas, cáncer,
parálisis. Esto produce una ingente cantidad de sufrimiento antes que la persona
muera. Los padres prospectos imponen estos riesgos en los niños que
eventualmente crean.
La magnitud del riesgo obviamente varía, dependiendo en factores tales como la
ubicación temporal y geográfica, el sexo. Incluso controlando estas variables,
los riesgos en el lapso de vida son difíciles de cuantificar. Por ejemplo, la
violación es significativamente subreportada, y hay datos contradictorios
acerca de cuán poco lo es. De modo
similar, los estudios sobre enfermedades mentales tales como desórdenes por
depresión grave a menudo subestiman el riesgo en el ciclo vital, en parte
porque los sujetos de estudio todavía no han experimentado la depresión que más
tarde les afectará. Incluso si tomamos las estimaciones más bajas en el cúmulo
de riesgos de todas las distintas desgracias que pueden caer sobre la gente,
las probabilidades de éstas se acumulan profundamente contra cualquier niño.
Los riesgos sólo del cáncer son substanciales: en el Reino Unido, un brutal 50%
desarrollará la enfermedad. Si la gente impusiera tales riesgos de los
susodichos daños en contextos ajenos a la procreación, sería ampliamente
condenada. Los mismos estándares deberían ser aplicables a la procreación.
Todos los anteriores argumentos critican la procreación sobre la base de lo que
ésta hace a la persona que es traída a la existencia: a estos llamo argumentos
“filantrópicos” a favor del antinatalismo; hay también un argumento
“misantrópico”. Lo que es distintivo de éste es que critica la procreación
sobre la base del daño que la persona creada (probablemente) hará. Es presumiblemente equívoco crear
nuevos seres que probablemente causarán un daño significativo a otros.
El Homo Sapiens es la especie más destructiva, y grandes cuotas de tal
destrucción son infligidas sobre otros humanos. Los humanos se han matado unos
a otros desde el origen de la especie, pero el nivel (no la medida) del
asesinato se ha expandido (no menos porque ahora haya muchos más humanos que
matar de los que hubo en casi toda la historia humana). Los medios a través de
los cuales los humanos han sido asesinados han sido lamentablemente diversos:
incluyen apuñalamiento, descuartizamiento, flagelación, ahorcamiento, cámaras
de gas, envenenamiento, ahogamiento, bombardeos. También han hecho conocer a
sus semejantes otros horrores: persecución, opresión, palizas, marcas con
hierro al rojo vivo, mutilaciones, tormento y tortura, violación, secuestro y
esclavitud.
Los optimistas arguyen que los futuros niños improbablemente pueden contarse
entre los perpetradores de semejante mal, y esto es cierto: sólo una pequeña
proporción de ellos se convertirán en autores de las peores barbaridades contra
la humanidad. Sin embargo, una mucho más significativa proporción facilita
tales males: persecución y opresión a menudo requieren la aquiescencia o
complicidad de una multitud.
En cualquier suceso, el daño que los humanos ejercen sobre otros no queda
restringido a las más serias violaciones a los derechos humanos. La vida
cotidiana está llena de deshonestidad, traición, negligencia, crueldad, daño
emocional, intolerancia, explotación, ruptura de confianza, violación de
privacidad. Incluso cuando lo anterior no mate o físicamente lastime, puede
causar considerable daño psicológico o de otro tipo. De tales daños, todo mundo
es, en grado variable, perpetrador.
Aquellos que no están convencidos acerca del daño que un niño promedio puede
infligir en otros es suficiente para apoyar la conclusión antinatalista,
tendrán que estimar el inmenso daño que el género infiere a los animales. Más
de 63 billones de animales terrestres y, en cálculos muy conservadores, más de
103 billones de acuáticos son asesinados para consumo humano cada año. La
cantidad de muerte y sufrimiento es simplemente asombrosa.
Todo esto debido al humano apetito por la carne animal y sus productos: apetito
compartido por la vasta mayoría de humanos. Valiéndonos de estimaciones muy
conservadoras, cada humano (que no es vegetariano ni vegano) es, en promedio,
responsable de la muerte de 27 animales al año, o 1690 animales durante el
transcurso de una vida.
Quizá pienses que criando niños veganos puedes soslayar el alcance del
argumento misantrópico. Empero, cada recién nacido, incluso si fuese vegano, es
muy proclive a contribuir a la degradación medioambiental, uno de los medios
por los cuales los humanos dañan a otros humanos y animales. En el primer
mundo, la contribución per cápita al daño medioambiental es considerable; mucho
más baja es en el tercer mundo, pero las más altas tasas de natalidad allí
equilibran el ahorro per cápita.
Si alguna otra especie causase tanto daño como la humana, pensaríamos que fuera
un yerro la crianza de nuevos miembros de dicha especie. La crianza de humanos
debería considerarse bajo el mismo criterio.
Esto no implica que deberíamos dar un paso más allá e intentar la erradicación
humana a través de una “solución final” sobre toda la especie. Aunque los humanos
sean enormementedestructivos, intentar su erradicación causaría un daño
considerable, amén de violar apropiadas prohibiciones de asesinato. Podría a su
vez ser contraproducente, causando más daño del que busca evitar, como muchos
violentos utopistas han hecho.
El argumento misantrópico no niega que los humanos pueden hacer el bien además
de causar daño. Sin embargo, dado el volumen de daño, parece improbable que el
bien lo balance. Podría haber casos individuales que hacen más bien que mal,
pero dados los incentivos de auto decepción en este respecto, las parejas que
están contemplando la procreación deberían ser extraordinariamente escépticas
de que el niño que procreen será una rara excepción.
Tal como aquellos que buscan compañía animal deberían adoptar un perro o gato
abandonados en vez de criar nuevos, aquellos que quisiesen criar un niño
deberían adoptar en vez de procrear. Desde luego, no hay suficientes expósitos
para satisfacer a quienes anhelan la paternidad, y hubiera incluso menos si
aquellos que los producen adoptasen el antinatalismo de corazón. Sin embargo,
siempre y cuando los haya, su sola existencia es razón adicional contra quienes
prefiriesen criarlos.
La crianza, ya como descendencia biológica o por adopción, puede traer
satisfacción. Si el número de criaturas abandonadas llegase alguna vez a cero,
el antinatalismo implicaría la privación de este beneficio a aquellos que
aceptasen la prohibición moral de procrear. Eso no significa que debamos
rechazarlo. La recompensa de volverse padre no compensa el serio daño que la
procreación podrá causar en otros.
La cuestión no es si los humanos se extinguirán, sino cuándo. Si los argumentos
antinatalistas son correctos, sería mejor, de marchar según lo previsto, que
sucediese más pronto que tarde, pues, de ser así, más sufrimiento y desgracia
serán evitados.
[i] David Benatar es profesor de filosofía y jefe de dicho departamento en la Universidad de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde también dirige el Centro de Bioética; su último libro es “The human predicament: a candid guide to life’s biggest question”, 2017 (“El predicamento humano: guía honesta para la cuestión más grande de la vida”, aún sin traducción al castellano, nota del traductor).
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