Hay quienes la conocen como la avenida del DES-Amor (sic), pues yendo en
contraflujo de los coches pasas por la cantina, luego el juzgado, luego el
hotel; dirección Viaducto haces camino contrario, te hotelas y te casas y te
empedas. Gran diferencia.
Hay
quienes sin embargo obvian la ley del hombre (y la de dios). Así que se empedan
y cogen, sin trámite. Excelso.
Avenida
Revolución se extiende a lo largo del poniente de la ciudad rumbo al sur, y así
yace como mítica prostituta sobre fino terciopelo, y es desde su posición
privilegiada que nos atrae con mirada lasciva y calor de útero.
Trabajé
un tiempo en la cantina, servía copas, y busqué insaciablemente a la muchacha
ebria de Huerta en la dulce asfixia alcohólica de los rostros de las que
cuchareaban más de la cuenta, ahogadas en mocos y lágrimas, cantando a todo
pulmón las del Chente y José Alfredo ¡y claro!, del gran Javier Solís, cuyo
busto fue aterrizado en la alameda de enfrente: “llanto ebrio, lágrimas de
clavel, de tabernas enmohecidas/de la muchacha que se embriaga sin tedio ni
pesadumbre”, buscaba yo en cada una sin encontrar nada, y envidiaba a los
etílicamente evadidos de sí mientras lavaba vasos (los muy hijueputas me daban
trabajo de dos pagándome lo de uno).
Entraba
el crudísimo cuarteto de norteños después de las seis, el vendedor de loterías
sin boleto ganador, el bolero que ostentaba tres doctorados en la ciencia del
albur, y de vez en cuando alguna piruja desalentada. De jueves a sábado aquello
era carnestolendas, y no era raro abrir la puerta del sanitario y sorprender
una felación, algún respetable magistrado esnifándose lo de la hipoteca, o
simplemente el alma de alguien sobre un charco de verde vómito. Cualquier cosa
podía ocurrir de jueves a sábado dentro de esos baños, como si tal axioma fuera
la vacuna contra la capacidad de sorpresa.
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“sus manos de
agua caliente, césped, seda,
sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos,
sus torpes arrebatos de ternura,
su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos,
su pecho suave como una mejilla con fiebre,
y sus brazos y piernas con tatuajes,
y su naciente tuberculosis,
y su dormido sexo de orquídea martirizada”, añoraba mi corazón atrofiado, mi
mente intoxicada, mi voluntad drogadicta.
Procuraba
mandarles peñascos a las que se atrevían a pedirme una piedra, pues quería
extraer de sus rostros mustios de resaca a la tierna histérica, a la mujer
parecida a voluta de cigarro, al tatuaje de su eterno arquetipo que todos los
que amamos a La Mujer llevamos en esotra epidermis más sustancial y delicada.
Buscaba
en esa cantina a mi Eterno Femenino.
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Los
meseros todos son unos putos chismosos y metiches, se sabe. Y yo por eso antes
de ser cantinero mejor lavé los baños, declinando el puesto en favor de gentes
sobrecualificadas con lo que ya dije.
Un
martes, día magnánimo con nosotros en su ‘nihil agere delectat’ (el placer de
la huevonada), escuchaba la estridente risa del Fox (por vicente), el
contrabajo de los norteños, y ahí se encaminó mi atención: se reía en la
constreñida cara enrojecida de Pepe, el mesero más viejo y vanidoso de todos, a
quien le habían espetado un “sutor, ne ultracrepidam” con su concomitante
explicación: un redondo “te vale verga, Pepe”: pues éste era amigo de
expresarle a quien se lo pidiese o no su opinión sobre tal y cual cosa, lo mismo
sobre la mejor botana de la casa que sobre fisión nuclear o filosofía tomista,
por tanto fue liberal y mano abierta cuando escucho de refilón que el zapatero
de la esquina se había quedado sin empleo, sugiriéndole en su siguiente vuelta
que podía hacerle la competencia a Chucho el bolero, pero acaso ello hubiese
estado muy por debajo de la calidad del personaje en cuestión ( y dicho con
cierta malicia por Pepe, como si de verdad lustrar zapato ajeno abyectara al
hombre con toda su fuerza alegórica, mientras que por el brazo literal de la
realidad no tiene reparos en ser puesto “de a cuatro”, cotidianamente), acaso
fue la discreta cuanto inconsciente asistencia de las hijas de Mnemosine
quienes le susurraron lo que Apeles le contestó al de su gremio, dechado de
todos los zapateros. –“¡Te la metieron hasta el intestino grueso, Pepe, y ni
cuenta te diste!”, le decía el alborozante Fox, cuyo parecido con el infame
exmandatario, aunque sólo en el físico, era de titulares. Conque yo lo remato
pidiéndole al Fox y a los otros tres aquelarrantes “el mono de alambre”
dedicada a Pepe, y éste sonríe dejando ver entre dientes su orgullo macerado
como palillo…
%%%%%%%%%%%%%
Cierta
vez le disputaba a la licuadora los restos de lagartija para la treinta y nueve
(me salía de semidiós), cuando entró la que había estado buscando:
uno sesenta (se dice de las mujeres pequeñas estar así por proximidad al
infierno),
ojiverde (el infierno del infierno)
apiñonada
malhablada
muy fresa
y más jijadelachingada: de ésas que nunca sabes lo mucho que una bagatela dicha
al vuelo puede pisarles los callos, y te cagan a bofetadas en una sola frase, o
incluso UNA palabra (insistiré en ello).
Llegó
lastrando el mal hábito de la prisa, cuando fue domingo el día que apareció. A
la cantina. A la barra. Conmigo. A chupar. Y empedarse.
Lo
cierto es que quería desfogar ahí cierto desengaño que la traía –dijo-,
“empinada”, y que yo libaría durante la liturgia lacrimosa que estaba a punto
de oficiar –eso pensé yo-.
“La
muchacha ebria” –la llamaré en lo sucesivo- de tan insinceramente observarme
mientras me afanaba con la bailarina por los restos de hielo semidesintegrado y
por probablemente llegarle el olor a menta del licor – se sabe que a los filóposos
nos gustan las cosas “con personalidad”: olor a thinner, vagina o petricor, verbigracia-
, me pidió, aún con el teléfono en la oreja, una también: le dije “nel”, por
decir algo chistosito, pero ella iba armada hasta los dientes de una mordacidad
inusitada: “entonces chinga tu madre pero antes ponme un cuatrocientos conejos
derecho”.
¿Qué
hacía?
Le
dije que no había forma en que las máquinas nos superaran desde que el Hombre
persiste, mientras que la máquina logra: en su surgimiento les va el
acotamiento, y que sólo era nuestra vocación de esclavos y la adicción a lamer
el fuste lo que generaba la apariencia de su superioridad, pero ella me zanjó
con un “todos los honvres son putooooos”. Cerré el hocico, devolviendo mis
pubertas filosofías de la tecnología a la camita de pelusa del bolsillo del
jeans.
Cortó la llamada
fingida.
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La
dejé inerme de su reluctante misantropía echando mano del Monstruo de la
naturaleza:
“Puto es el hombre que de putas fía”,
etcétera.
Me
atribuí la autoría del genial soneto, y me espetó de nuevo otra mentada de
madre (merecida).
Le
dije que había que “follar con las mentes”, y esta vez sí la vi con ganas de
arrojarme las cuatro onzas de mezcal en la jeta (un cantinero mesurado a
consecuencia de religiosa sobriedad es un mal oxímoron, algo que sólo un
dios canalla admitiría en un paraíso de
supermercado ambientado con un quinteto de querubines con arpas), pero como
estaba empecinada en una batalla interna contra su propia lucidez, prefirió
arrojárselo dentro. Me preocupé sobremanera de que se extraviase junto con mis
afrodisiacas posibilidades de hotelármela (una mujer yerta no me excita), pero
pronto me lo disipó su báquica tolerancia y el ingenio que se afilaba más y
mejor tras cada vaso: “in vinum veritas”, dijo tras eructarme en la cara.
Al
séptimo vaso es que se acuerda del “tipejo mierdero” y deja sus lagrimales a su
libre albedrío.
Al
octavo pensaba irlo a buscar y rajarle el rostro con el vaso previamente
estrellado; hube de detenerla invitándole el noveno a cuenta del miserable
gallego que llevaba el tinglado; en el décimo me confesaba que hubiera deseado
vivir en la Europa renacentista para hacer un trío con Rabelais (Hic bibitur) y
César Borgia (“Aut Caesar aut nihil”), y decidí asimilar eso con unas ocho
onzas de mezcal corrientísimo que me procuré furtivamente y con éxito.
Me
dijo que el onceavo lo invitaba ella en el cinco de enfrente, pero que me
quedara absolutamente claro que si volvía a atribuirme falsamente un solo verso
de Lope, Machado, Darío o incluso Neruda, iba a practicarme una autopsia
asegurándose de mantenerme con vida todo el tiempo, además de romperme la madre
antes.
Le
creí con auténtica fe, pero eso no la iba a librar de las cosechas de mi propia
guadaña.
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Chupaba
de su Marlboro con el mismo encono y ganas que el enfermo terminal sus
quimioterapias, y me decía lo que más le había gustado de mí:
mi tacto de hampón al servir copas (por los robitos furtivos para mí mismo)
el desvencijo sobre mis ropas y personalidad
la incipiente mugre en mis uñas recortadas con los dientes
lo viperino que lastraba bajo mis respuestas idiotas
algún atisbo de inteligencia tras mis pupilas macilentas
los chirriantes goznes que sacudían mi voz y denotaban la carencia regular de
sexo
y mi ser cual general lamento.
Se
limpió el culo conmigo, pues.
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Después
de haberle rubricado las nalgas a mordidas, me enteré de su vida miserable, y
el por qué lloraba como loca en la barra: sentí su dolor de caricatura cocinándose
a fuego lento en el caldo de los diez
cuatrocientos conejos con que la había especiado: y a partir de ahí no dejé de
pensar en su sexo de orquídea martirizada y sus senos copa b entre los que
deseaba zozobrar: el timbre de su voz era como pleistocénico, como venido desde
la invención del tiempo, y los gestos de sus manos auguraban las catástrofes de
las Erinias, erizándome el vello de la espina; sus conjuntivas parecían a la
superficie lunar, cicatrizadas por los meteoros de la vida, pero los írises
esmeralda aullaban como memento vivere; su masa capilar después del sexo podía
competir con Troya en manos aqueas, y sus pensamientos tras el telón de su
cabello negro, eran en efecto como pájaros muertos, o cuando menos muy pedos,
dejándose en errático vuelo el alma en algún parabrisas.
No
diré el nombre del hotel en que colisionamos, pero sí que estaba también sobre
Avenida Revolución, y ésta como Naná lánguida y voluptuosa (con todo su
carácter putativo y su relación con el putar, podar ramas, elegir, seleccionar,
desbrozar: la Primera Mujer sublevándose al Hombre y al Dios que la creara,
siendo dueña de su sexo y destino, aunque la historia posterior con la estúpida
de Eva la hubieran infamado). Huelga decir que nada de lo anterior requirió la
asistencia de un juez de lo civil y la argamasa social de la institución del
matrimonio, en virtud de la cual yo tenía parroquianos verdaderamente asiduos
en la barra, dispuestos a bajarse la amargura de la garganta con tequila centenario
y deplorar con denuedo la maldita confusión antivoltairiana que los había conducido al
altar y al sacramento de hombres como cuervos: aves de mal augurio que encima
exigían tributo pecuniario. A mí no acudía ningún pobrediablo sin corbata cual
dogal o correa.
%%%%%%%%%%%%
Le
chocó mi petrarquismo barato y mi sufrimiento de tocador.
Ignoraba por completo cuándo debía arroparse la expresión con el verso y por
qué, pero detestaba que lo que se podía expresar mejor en prosa llana fuera
hecho en “versitos”: epítome de la mediocridad y mendacidad de nuestra especie:
“gentuzas a quienes habría de ahorcar con su mismo cordón umbilical”. “Ay güey”,
pensé, “qué duda cabe que estoy con una
ministra de Dike Polypoinos”. Le dije, y sonrió con sevicia: “justo ese sentido
sagrado de la Mesura es lo único que nos puede llevar a la Desmesura, a lo
Inconmensurable”. Sonó oracular y aplastante. “Si el Sol rebasara sus límites
no dejaría lugar a la Noche”. Fue el acabose, así que me introduje en ella con
verdadero frenesí.
La
siguiente consideración postcoital a destacar rozó más bien la superficie de lo
mundano, la cháchara de mercado: que si era casado. Le dije que no llevaba
anillo; me dijo que no era extraño; le dije que no llevaba yugo, y eso pareció
gustarle más: “bestias de carga que terminan mimetizándose mutuamente a fin de
arrear al mismo paso. ¿Por qué renunciar a lo indómito que hay en uno?”, y no pude
estar más de acuerdo. “Es un alivio saber que entonces, después de aquí, no me
pedirás llevarte al registro civil”. “Jajajajajaa, ¡no pendejo! Pero podríamos
hacerlo si quisiéramos llevar a un nivel más extremo nuestro deporte”. Mierda,
me estaba sinceramente gustando esa mujer más y más, y a punto estuve de
tomarle la palabra. Creía atroz la solemnidad con que se recubría la generación
de la especie: un afeite superfluo que al Connatus algún cura idiota y ocioso y
chaquetero le había colgado, cohesionado además por nuestra inherente
aberración a permanecer solos en la vida, y esta filosofía pitoperezca me
pareció la quintaesencia de la viña de esta muchacha ebria. Nos pusimos a
bailar desnudos la Persiana Americana o algo así antes de volvernos a arrojar
el uno en el otro.
%%%%%%%%%%
¿Puede
cometerse acto más suicida que intentar extraer amor donde sólo sexo como gota
de agua donde sólo ardiente arena? Su “llanto ebrio”, caliente y en apariencia inmaculado no había al fin y al
cabo sido derramado para mí, por mucho que mi “manopesada” lo impeliese a
fuerza de reiterados mezcales… Ahora que recuerdo a esa “muchacha ebria” y su
aura insuflada de testosterona y desprecio, creo sin embargo seguir amándola, y
aunque por algún tiempo me afané tras su rastro de cantina en cantina (ya como
cualquier roto parroquiano), pude únicamente hallar sus huellas apócrifas en
esos otros rostros femeninos cargados de espirituosos y rictus de dolor, como “marca
pirata”. Tal vez hubo vuelto con su “tipejo mierdero”, y acaso hubieron
procreado algún pequeño estropicio de sí mismos poco después de unirse en
sacrosanto matrimonio; quizá se descerrajó un tiro en el pecho o brinco desde
un quinto piso. Qué sé yo.
Su
alado y huidizo sexo, en cuanto mí, hízome deponer todos los eternos con su
oropel metafísico y quimeras cantinescas, y ahora sólo pateo botellas de
plástico vacías mientras ahuyento coloridas mariposas transfiguradas en gordas
moscas que me asechan la consciencia sobre la avenida del DesAmor.
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