Sólo el ruido de la sangre palpitando en mis sienes, en esa
galería tan parecida a la piel cetrina del cadáver rodeado de deudos ahogados
en la fatuidad del silencio y las meditaciones corriendo como piojos famélicos:
de puños crispados y mangas previamente humedecidas con acetosas lágrimas y su
interior tan solidificado y mugriento: heme allí de pie, en esa atmósfera tan
pervertida por la solemnidad y la blancura ígnea de sus dientes de escualo…
frente a la “Composition en rouge, jaune, bleu et noir” de Mondrian, a escasos
50 centímetros, yo allí; más aquél sostenido únicamente del ángulo derecho en
relación a nuestra apreciación “normal” de la obra, de modo que el tema central
hace un rombo perfecto así como el cuadro negro contiguo, y el resto de las
composiciones no desencaja a primera vista del conjunto y hasta llega a gustar,
empero, algo en mí hinca sus uñas,
rasgándome desde dentro, y creo saber que, después de todo, aquello no puede
ser sino un juego divertido… Un juego, por otra parte, demasiado fácil, si no
se consideraran las inherentes posibilidades lúdicas de ésta, nuestra
apreciación normal, y su estúpida manía de hacernos introducir la cabeza en el
cuadro a condición de hacerlo desde su perspectiva de “cuadro”…
Sólo el ruido palpitando en mis sienes en esa galería inmaculada hasta el punto
de mostrar el enmierdadero subyacente a través de sus arterias marrones y dedos
mojigatos, atascado en un juego de dados mental que había empezado ganando y a
la sazón me habría ya costado tres cuartas partes de sentido común (cuyo cuerpo
costroso hacía un sonido como de eructo de borracho al ser arrancado de su
basamento encefálico y la baba que dejaba caer siendo levantado el de una jerga
mojada): nadaba como en la fría placenta de la progenie planetaria, en esa
gelatina, en esa expulsión de estornudo, en esa lama prístina y ubicua, y todo era como
una sola cosa en medio del continente antártico…
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